Una de las manifestaciones de la zona de confort en la comunicación, sin duda, es el silencio. En diferentes contextos, la posibilidad de no participar en la interacción es la salida más fácil, pero no es la más conveniente. Debo aclarar que me refiero a los minutos eternos en los que las palabras de un emisor solamente encuentran una sola dirección: el vacío. En cualquier situación social, donde se encuentren dos o más personas, el desafío consistirá en romper la belleza del silencio, en favor de un acercamiento apropiado.
¿El silencio es bello? Es sublime. Se trata de una opción, no una condición connatural al ser humano. No obstante, no se elige exponerse a la vida social para prolongar algo que es más íntimo, apropiado para pensar. En este momento me refiero a ese encuentro entre dos personas cuando, con o sin motivo alguno, es necesario salirse de esa posibilidad de estar ensimismado para dar una señal de que se percibe la presencia de otra persona. Justamente en esos instantes es cuando hemos sentido que el silencio dura una eternidad.
El silencio es un invitado cómodo a la conversación, pero no ocupa un lugar de preferencia. Prueba de esto se observa cuando hay un silencio prolongado, fácilmente la conversación se suspende, casi que se termina en las condiciones menos deseables. Ahora bien, es importante distinguir dos frases: quedarse callado y guardar silencio. No significan lo mismo porque no ocurren en las mismas condiciones. Quedarse callado es retroceder la interacción, la comunicación, a un monólogo, a una información. En cambio, guardar silencio es el mejor homenaje a la comunicación, si ocurre como condición para una reacción casi inmediata. Ahora mismo, a través de esta lectura, ¿en cuál de las dos posiciones se encuentra?
Sin duda, el silencio debería hacer parte del proceso comunicativo pero entendido como una actitud de escucha atenta frente al otro. Se trata de querer escuchar lo que nuestro interlocutor pretende exteriorizar a través de sus palabras. Infortunadamente, la puesta en escena de no decir nada se ha utilizado para mostrar antipatía frente a lo que se comunica, como de un querer evadir un papel activo como el que se requiere en una comunicación entendida como “racional”.
Aunque no se le puede atribuir la responsabilidad total a los medios tecnológicos, sí se puede pensar que se han creado para acolitar la comodidad de quienes pretenden ser jueces y no participantes de lo que se dice. Por ejemplo, el chat ha generado opciones novedosas para el diálogo como dejar esperando al interlocutor durante un tiempo ilimitado, sin ninguna vergüenza ni justificación.
Hablar sin escuchar parece ser el paraíso que ofrece el chat. Deseamos ser escuchados o leídos, sin que el otro tenga derecho a interpelar. En otras palabras, podemos dominar en la batalla de hablar, sin que eso signifique hacerlo bien, aprender del otro o replantear un pensamiento que generalmente no está bien elaborado por provenir de otro medio de comunicación invasivo como la televisión.
Todo lo anterior, nos puede conducir a una triste conclusión: con la tecnología no aprendemos a comunicarnos, ni siquiera aprendemos a recordar que una ventaja de interactuar con otro, radica en eso: “el otro” le pone sentido, exige claridad, reorganiza nuestro mensaje, si realmente queremos participar en el circuito comunicativo y no en la línea unidireccional de la información.
El silencio solamente comunica cuando lo tomamos como opción de respuesta. ¿Conoce el refrán “Quien calla, otorga”? ¿Por qué quedarnos en silencio? ¿Por qué no asegurarnos de que nuestra reacción o punto de vista quede claro a pesar de lo que piensen nuestros interlocutores? Si un estudiante asumiera un papel más activo en clase, seguramente las cátedras serían más interesantes. Si una pareja de esposos tomará la decisión de salir de los supuestos, descubrirían nuevas facetas en sus parejas a pesar de estar viviendo muchos años juntos.
Ojalá que entendiéramos que el silencio es un placer individual para aprender a pensar; a escuchar a Dios, a disfrutar de todo lo que tenemos alrededor; en cambio, cuando tenemos la oportunidad de compartir con otras personas, se pone a prueba lo que aprendimos de ese silencio en soledad.
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