Uno de los mejores maestros de comunicación que tuve, no fue profesional en comunicación social, sin embargo, me dio con su ejemplo, las mejores clases sobre el sentido de las relaciones humanas. Recuerdo ahora una anécdota muy particular: a la edad de 8 años, estaba de moda entre los niños usar un casco similar al que usan los ingenieros. Era de un plástico resistente como el de los obreros e ingenieros, pero tenía dibujos infantiles. Desde que supe de su existencia, soñaba con lucir uno mientras montaba patines.
Aunque no fui caprichoso, creo que hice méritos suficientes para que mi madre decidiera obsequiarme un casco de los que ya tenían algunos de mis amigos. Recuerdo que juntos fuimos a un centro comercial a buscarlo, de buena calidad y a buen precio. Fue una tarde emocionante, a pesar de haber caminado por entre tantas personas que frecuentan el centro de la ciudad de Cali. Finalmente, lo encontramos: tenía un fondo gris con un dibujo de los héroes animados. Ya podrán imaginarse la alegría de un niño en esta situación. No importó el cansancio ni la hora para que al llegar a mi casa, me cambiara de ropa, buscara mis patines y, por supuesto, me pusiera mi casco nuevo, como si se tratara de una corona.
Eran las 5 y 30 p.m. Ya tenía lista toda mi indumentaria. El mundo esperaba por mí y yo ansiaba salir de mi casa con mis patines puestos. Salí despacio, pero decidido a tomar la mejor aventura de la vida; me impulsé apenas dos metros por la carretera y crucé la esquina cuando , como si se tratara de una cita pactada, un joven en bicicleta pasó y me arrancó el casco de mi cabeza… allá iba mi sueño, en la cabeza de ese ladronzuelo. Lo vi alejarse con impotencia y su figura se tornó borrosa por las lágrimas que empezaron a nublar mis ojos.
Inmediatamente regresé a casa a llorar mi desgracia, a decirle a mi madre lo que había ocurrido y a esperar a que llegara mi papá del trabajo para contarle mi tragedia. A las 7:00 p.m. llegó quien en este libro lo identificaré no solo como mi padre, sino como mi primer mentor y uno de mis grandes maestros de la comunicación. Él siempre llegaba a la misma hora, después de trabajar como electricista. Su vida escolar llegó hasta el segundo de primaria. Como su hijo menor y poseedor de su nombre, fui su consentido y el encargado de recibirlo con un abrazo, un beso y con sus chanclas (pantuflas).
Ese día rompí la rutina: lo recibí, pero llorando incesantemente. No sé cómo pudo entender mis palabras entre tanto dolor para que lo pudiera resistir un niño de mi edad. Me escuchó y me dijo solamente cinco palabras en un tono pausado y consolador que se me quedaron en la memoria y en el corazón: “Tranquilo. Yo le compro otro”. Hasta el sol de hoy, nunca lo hizo, pero el efecto de esas palabras fue tan efectivo en ese momento que nunca más volví a extrañar mi casco o a necesitar otro.
¿Qué aprendí ese día? Un buen comunicador sabe decir lo que el otro necesita escuchar. Bastaron esas pocas palabras para sentir el apoyo de mi padre; en otro caso, él habría podido ofenderme diciendo que yo era un incapaz al dejar robar el casco, lo cual aumentaría mi frustración. Sin embargo, me dijo con su acostumbrada sonrisa, esas palabras que aún recuerdo con cariño. Gracias por enseñarme el poder de las palabras, papá.
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